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Septiembre de 2025 en Cuadernos Hispanoamericanos

No es de extrañar que la proyección del ocio en sociedades capitalistas esté orientada al consumo y a la producción. Participar de este tándem vertiginoso no hace más que engordar el sistema y los engranajes que permiten su funcionamiento; definiendo identidades, deseos y relaciones sociales, perpetuando lógicas que moldean nuestros comportamientos. De tal modo, el tiempo “libre” que podemos dedicar a estos fines, poco tienen de emancipatorio sino de lo contrario. Todo está dispuesto, desde los medios de comunicación a las filosofías menos exigentes, para maximizar el mercado en sus diferentes formas. Las mismas industrias y ciudades estructuran las partes del conjunto para una experiencia tan inmersiva como placentera, entre luces y anuncios promocionales, carteles atractivos y posibilidad de pagos fraccionados. Urbes gigantes, barrios que nada les falta, calles floridas, tiendas a rebosar… Arquitecturas que se despliegan como matrioskas rusas o fractales que repiten sus núcleos de aquí para allá.

Mercedes Cebrián da buena cuenta de lo anterior en su último ensayo: Estimada clientela (Siruela, 2025). La autora centra su atención en el modo en que experimentó dichos “paisajes comerciales” y en cómo éstos la fueron moldeando a lo largo de su vida: recordando viajes, anécdotas e historias costumbristas, aludiendo a escenas cinematográficas y literarias, en tono distendido y cómplice. Si bien Cebrián es consciente de los perjuicios del consumismo y de su repercusión psicológica; sus reflexiones buscan retratar la, aparentemente ingenua, actividad lúdica y aquellos pequeños fogonazos de verdad que llegamos a sentir durante nuestras compras. La mirada despreocupada induce un paseo lleno de digresiones, sin temor a las contradicciones lógicas que tienden a acompañar estas reflexiones y que la autora asimila con naturalidad: lucir el suéter de moda para destacar entre los coetáneos, logrando —en realidad— una mayor uniformización; elogiar cadenas comerciales y pequeños establecimientos al mismo tiempo, siendo las primeras causa del cierre de los segundos; apoyar la voluntad de quienes deciden dedicarse a asuntos distintos al de sus padres, lamentando —a su vez— la pérdida de relevo generacional en los oficios de siempre; hacer una defensa racional de las empresas locales y terminar las jornadas en los autoservicios, superados por las prisas del día a día…

Y así, entre nuevos estímulos y mayores comodidades, el mundo cambia a cada paso. Poco queda que se sostenga ya como antes. Esta suerte torna en nostalgia al perder lo recordado y abrirnos a dinámicas “actuales”: máquinas expendedoras, pedidos a domicilio, showrooms, producción bajo demanda, compra en línea… Capítulos que nos hacen pensar en los cambios vividos durante los últimos años en nuestros propios barrios: el cierre de la mercería La Dalia, de la tienda de María Inés, los revelados de fotos de Maturana, el traslado del bar Ezkurra… En su caso: Galerías Preciados, Eliseevsky, los regalos del VIPS… Viendo proliferar barberías, salones de manicura y restaurantes de comida rápida; negocios volátiles atados a la demanda de hoy y quizá no de mañana. Ocios menos emancipatorios que los anteriores, al verse reducida la interacción de entre quien vende y compra, al convertirnos en clientes promiscuos obsesionados por descubrir nuevos locales, al acudir con la ansiedad que reclaman las redes sociales…

De todas estas preocupaciones nace el ensayo de Cebrián, de la añoranza por un mundo que desaparece y del deseo de conservarlo, aunque sea en la memoria. Unas sensaciones y temores que se repiten de generación en generación pero que toman especial relevancia al conocer los grados de digitalización a los que nos encaminamos. Por primera vez, los comercios tradicionales están en serio peligro de extinción, por esa razón —cabe más si cabe— su cuidado y atención. Por suerte, aún nos queda El Andaluz, la carnicería Chamorro, la ferretería Álvarez… En su caso: la mercería La Crisálida, la perfumería Rosi, José Luis y sus Chaquetillas… Espacios que forman parte de nuestra identidad. Locales de siempre que permanecen hoy y que ahondarán, incluso, en el imaginario de los más pequeños. Se intuye el grado de repercusión que tienen las primeras compras en nuestras vidas, realizadas durante la infancia y la adolescencia, cuando pasamos de consumidores pasivos a activos, el momento en que estrenamos una cartera de tela e hicimos uso de los primeros ahorros, el instante en que nos asomamos solos a los mostradores elevados de nuestros estimados tenderos. Ya entonces, con ese simple gesto, fuimos conscientes de que —en contra de lo que la transacción electrónica nos empuja a creer— acudir a los comercios es mucho más que dar unas monedas y recibir unas vueltas. ¡Mucho más!

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