
A raíz de la exposición «Un baile lento» organizada por la Galería Rafael Ortiz de Sevilla en 2022, hablamos con uno de los pintores españoles más destacados y reconocidos a nivel internacional. Juan Uslé (Santander, 1954) es Premio Nacional de Artes Plásticas por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de España (2002) y Premio de Dibujo Contemporáneo de la Daniel & Florence Guerlain Contemporary Art Foundation (2020). En la conversación que sigue podrán descubrir muchos de los motores y sentidos que mueven su obra artística. ¡No se la pierdan!
Juan Alberto Vich— 5.630 kilómetros son los que separan los dos mundos de su universo creativo, la naturaleza prístina y la cultura capital, el verde hierba y el gris hormigón, calma y barullo del pueblo cántabro Saro y del Soho neoyorkino. ¿De qué manera se conjugan y traducen en su pintura ambas partes?
Juan Uslé— Las pinturas se trajinan en un “estudio” y, ese estudio está en la mente del artista y viaja siempre con él. En mi realidad, vivir en el campo, rodeado de naturaleza y pintura, o entre bosques de cristal y hormigón + pintura, es complementario. Ya en la abierta naturaleza, el verde y el gris hacen buenas migas por si solos, cromáticamente hablando. Llevo muchos años alternando estancias entre Saro y Nueva York, y si bien al principio los cambios me afectaban debido al jet-lag, sobre todo, ahora es como si en realidad mi mente estuviera siempre en ambos lados a la vez y mi estudio siempre conmigo. No sé bien cómo se conjugan o alimentan los lugares y las ubicaciones, pero creo que con el tiempo los “lugares” tienden a contaminarse, de modo que no creo que haya en mi obra una clara diferencia o separación entre lo que pinto en un lugar u otro. En realidad creo que “el estudio viaja siempre con uno”, sostenido y vehiculizado por una membrana porosa. Y, lo que en él hacemos es, y se parece, más que a una ventana aislada o hibrida, a una metamorfosis permanente, a un estado en desarrollo continuo, a una situación mental.
J. A. V.— Tomé de la de biblioteca de casa el número 56 de la revista Guadalimar. En la sección de “mi exposición” publicó una reflexión a raíz de alguna de las dos primeras acontecidas en 1981. Decía: «al sentir la humedad sobre la piel te hace seguir adelante»; pero imagino que Nueva York alteraría dicha emoción del bosque, del árbol y de la hoja. Cambió su forma de hacer, se renovó con avidez. ¿Cuál fue el “progreso” conceptual durante estos años?
J.U.— Sí, recuerdo bien ese texto, tan fresco, intuitivo, emocional… Lo escribí brocha en mano, desde la piel, que diría Pallasma. En ese momento, era justo cuando comenzaba a macerar una forma primitiva y firme de conciencia, sintiendo que adentro habitaba ya una fuerza inevitable que me vincularía sin remedio a la pintura. Era un momento tan pasional como sólido, porque vivía entre el deseo de pintar y el aprendizaje en la práctica y el uso de los tiempos; todo además sucedía mientras acondicionábamos un viejo molino, rodeado de bosque, como estudio.
Nueva York ha sido una experiencia de vida y aprendizaje, otra selva. Procuro no mirar mucho atrás pero, cuando lo hago, me sorprendo de lo poco preparado que estaba cuando aterrice aquí. Y no lo digo únicamente por el idioma, sino porque no sabía casi nada de las complejidades que acompañan al mundo del arte ni de los mecanismos que le dan forma. Por ello, a veces solo se me ocurre decir que he sido una persona con mucha suerte. Lo único que tenía claro es que aquí debía seguir mi instinto y mi deseo de hacer, y de hecho sigo ahí en esa misma línea, porque aún sigo hambriento hoy, de materia, de color, de preguntas y deseo. Mi obra ha sufrido metamorfosis, orgánicas y pensadas, y se ha ido depurando, pero casi todo permanece vinculado a una actitud más vitalista que estratégica. He estado siempre abierto a los cambios, pero fui pronto consciente que en pintura los cambios se procesan desde el interior y con lentitud, como si fuera la pintura la que te ata a las telas ya pintadas y costara tanto olvidarlas como estirar la pintura.
Pero básicamente me veo como siempre, en un proceso, no de confort sino de búsqueda, de y desde las posibilidades de la pintura. Aún hoy me cuesta bastante salir y socializar, entre comillas, aparecer en las cortes del arte. Me sigue tirando muy hacia atrás “aparecer”.
Recuerdo que en un par de textos, escritos por dos críticos distintos, al poco tiempo de comenzar a exponer aquí, se referían a mis obras como las de alguien que había “olvidado sus propias imágenes”. Seguramente entonces necesitaba olvidar. Hice si, algunas pinturas “Amnésicas”, precedentes de los “Soñé que revelabas” que vendrían después. Pero este olvidar yo lo entiendo como parte de un “back & forth”, un proceso de depuración en el que aún me encuentro.
No sé si he cambiado, imagino que lo suficiente para adaptarme y seguir. Quizás no salgo mucho porque me gusta más la penumbra que los flashes, ó quizás sea porque me gusta mucho la gente, mucho más que los disfraces y las zozobras cortesanas.
J. A. V.— Sin embargo, la influencia durante casi cuatro décadas de la gran urbe no ha despojado de su trabajo el sentido terrenal. El río, el agua, el paisaje,… son elementos esenciales en su obra.
J.U.— Afortunadamente. Sin tierra me sentiría un dígito, una burbuja sintética, una idea sin raíz ni sentido. Al poco de llegar a Williamsburg, el barrio de Brooklyn donde tuve mi primer estudio, solía salir al atardecer a andar y, según caía la noche me encaminaba hacia el centro del puente, allí desde lo alto, esperaba el paso del reflejo tembloroso de la luna, bailando temblorosa, tramada entre los surcos de agua que no acertaban a definirse del todo. Necesitaba sentir el aire fresco de la noche y su luz oscura, el susurro del agua y pensar que sobre ese puente me representaba a mí mismo con un pie a un lado del atlántico y, con el otro, en la otra orilla de ese casi infinito azul, que ahora tornaba casi negro. Me sentía muy bien allí y recordaba cuando, siendo un niño, subía a un roble alto para ver desde lo alto el zigzaguear plateado del rio Cubas dejándome cimbrear arriba, cogido a sus ramas, los días de viento sur.
La tierra es nuestro alimento y nuestro lecho, por eso es tan importante cuidarla, maltratarla es maltratarnos a nosotros y a los que nos siguen. Por ello es muy doloroso ver los estropicios y barbaridades que hacemos, explotándola, deteriorándola; con todo el planeta. Es muy indignante ver cómo nos destruimos destruyendo nuestro hábitat, movidos únicamente por la especulación, el dinero fácil y el culto a la apariencia social y el vacío. Hemos destruido mucho territorio y hemos llegado fácilmente a aceptar que la imagen, como la palabra, son poder inmediato. Demasiado circo pop, ahora más que nunca vivimos un Times Square casi permanente donde podemos confundir, fácilmente, verdad y poder. También, ambas palabras aparecen a menudo mestizadas como sustancia y menú, en el mundo de las imágenes; y en muchos aspectos y lugares sociales, la imagen aún prevalece como símbolo de poder. Algo que no es nuevo, pero que adquiere cada vez dimensiones contextuales más insultantes. Fascinación y engaño al servicio siempre del poder, un signo y lastre que se hace cada vez más indigesto, más engañosamente evidente. Burbuja, apariencia, desierto, vacío.
J. A. V.— Todo agente orgánico e inorgánico está vinculado a otros por lazos y relaciones no siempre evidentes, redes de conexiones subterráneas que se abren paso a través del espacio (ocurre también en el arte). Es la metafísica del rizoma, que revela cómo la concepción sistémica establecida es una cuestión epistemológica. En su pintura parece resaltar —en lugar de los nodos— tanto el medio de interacción como la interacción en sí. Los flujos de entre las formas sugieren un dinamismo, un fluir, el desarrollo de una escena escogida de la mirada holista. La idea misma de tránsito líquido que concibe para la luz, corrientes de pulsión. ¿Qué le llevó a atender la vida del medio?
J.U.— Claro, todo es energía, dinámico y está todo comunicado, conectado mucho más allá de las evidencias o de las relaciones aparentes, pivotantes y formales. También todo es complejo hoy en el arte, la escritura, el pensamiento….y de algún modo inabarcable. La ciencia nos ayuda a acercarnos a esa complejidad, inmensa, que es la naturaleza y nuestra naturaleza, pero cada paso y descubrimiento parece indicarnos que el rizoma es aún mayor, como un devenir delirante. Recuerdo, a propósito de esto, que Deleuze y Guattari escribieron hace tiempo: “el libro imita al mundo como el arte a la naturaleza”. A mí me encantan los árboles y los bosques, y los bosques subterráneos y la complejidad de los órdenes y lenguajes que ocurren también bajo la tierra, dentro de nuestro cerebro o en el espacio cosmos. Me encantan igualmente los ríos y las montañas y espero algún día entrar, en modo metafórico, en ese Rizoma Mayor que es el inabarcable sistema hidrográfico Amazonas. Crecí en un pueblo pequeño y tuve una infancia que no cambiaría ni para mejorar, porque fue muy rica y singular, en emociones y experiencias, como camino complejo, y disfrutable, hacia el aprendizaje. Pasé mucho tiempo, descubriendo cosas, observando el paso del agua en el regato, solo o con mi hermano, y muchas de las vivencias y experiencias de esos primeros años permanecen aún húmedos en mí y conecto con ellas, no por nostalgia sino para alimentarme, porque cualquier punto del rizoma puede conectar con cualquier otro; quizás por ello no me queda ya mucho espacio para resetearme o incubar nuevas emociones y formas de conocimiento (risas).
No aspiro a deslumbrar ni agitar cuerpos, ni creo que lo que hago se proyecte en mis telas como grandes ruidos o estruendos, pero aún mantengo una pizca de esperanza en que lo que pasa en algunas de mis pinturas mueva algo en el interior del que las mira, acercándole, quizás, a territorios de emoción pausada, sugerencias, y por qué no, le haga pensar. Por eso, escribir o hacer arte ya no tiene sólo ni tanto que ver con significar una cosa sino mas bien con sugerir, deslindar, cartografiar, incluso futuros parajes.
J. A. V.— En un catálogo editado por la galería Soledad Lorenzo de Madrid en 1998 se muestran pequeños esbozos de sus obras en los márgenes de las páginas. Tienen más detalle del que podía imaginar; empero, el resultado último de la obra no expresa rigidez alguna. Un exceso de semántica y razón conlleva a la apatía, el impulso total a la pérdida de sentido. ¿Es el control de ambas tendencias —su equilibrio— una de las claves más complejas de resolver?
J.U.— Creo que sí, al menos en mi caso. A veces planifico bien lo que quiero hacer, decir,… y me acartono. Procuro perderme en el proceso y permanecer abierto en el transito de hacer una pintura. Pero también, en ese proceso, busco, o necesito, otras distancias; alejarme, abandonando la tela por un tiempo para reencontrarla, y ver qué me dice, qué me pide o susurra. No es un juego fácil el de la pintura, porque no se trata sólo de pintar más o menos bien sino transmitir, como decía usted, percibir el sentido cuando el deseo ya no es primordial. Quizás, más que el control, diría ejercitar la distancia, la reflexión contemplativa, sin corsés ni patrones, procurando escuchar, percibir esa voz peculiar ese, a veces, finísimo susurro, o la presencia imponente de una pregunta que durante el periodo de distancia ha ido creciendo en silencio. Procuro la combinación de ambas fuerzas, una más caprichosa e inesperada, sorprendente a veces, y otra más meditada y sosegada. La posibilidad de combinación entre ambas nos acerca a la idea de que el arte es un artilugio tan vital como planeado, algo que a la vez nos sorprenda y nos explique, nos induzca, recoja y acerque a una experiencia individual y social.
Los bocetos de ese catalogo eran pequeños apuntes rescatados entre los que hice en el tiempo del proceso. Solía hacer de dos tipos, unos cuando ya no estaba delante del cuadro para ver que permanecía y otros rápidos, delante de él, intentando encontrar qué cosas debería borrar o añadir. Me sugirió su inclusión el autor del texto.
J. A. V.— ¿Qué influencia tiene en su trabajo el mundo de los sueños? Varios títulos remiten a éste: Last Dreams of Captain Nemo, I Dreamed that You Revealed, Earthy Dream,…
J.U.— Las pinturas de la serie o familia SQR se refiere a dos momentos cruciales en mi vida. Por un lado a un espacio interior, cerrado y ajeno al ruido, como espacio de reflexión y trabajo. Y, a un espacio que permanece en mí como aislado y ajeno al ruido, a mi primera casa-estudio en Valencia, cuando era estudiante, marcado por dos habitaciones pintadas de negro. En una monté un pequeño laboratorio de fotografía y allí pasaba muchas horas contemplando y alterando imágenes según iban creciendo, dentro o sobre una bandeja de revelador; justo en el momento en que se reafirmaban las iba alterando, a riesgo de su desaparición. En la otra habitación, igualmente negra, aprendía cada noche a mezclar y compartir, de manera intuitiva, mi realidad y mis deseos.
A menudo las historias e imágenes se entremezclan y funden en los sueños, sin respetar ordenes de espacio y tiempo. A veces se enredan como rizomas inabarcables, como desarrollos y sistemas orgánicos muy complejos, muy alejados de una posible lectura lógica. Nos perturban y desasosiegan y, ante el deseo de enderezarlos nos sobresaltan. No es extraño acompañar un despertar con una sensación de impotencia o sufrimiento. En los sueños reconocemos muchos datos, como reflejos liberadores y libertarios, que habitan en otra naturaleza y orden, fluyendo incontrolados y, cuando nos acercamos a ellos se desvanecen, como aquellas imágenes que yo perseguía en el laboratorio. Pero esto no es negar el sentido, sino aceptar que el significado es, como en muchas otras facetas, en la vida o el arte, interpretativo, aunque también secuela y sedimento de la experiencia y realidad.
Creo que los sueños fluyen y en ellos se maceran muchas cosas. Mis títulos hacen referencia a situaciones y fantasmas personales. A lugares y situaciones que han acompañado mis horas, mis trabajos y mis días.
J. A. V.— He leído en sus “Pasos y Palabras” (1981-2018) el modo en el que interpreta su aproximación al lienzo, el enfrentamiento con la tela, el problema de fondo que se origina en cada cuadro. Y, a su vez, dice que «cuanto más vamos entendiendo, menos apetece decir»… Dando por hecho el aprendizaje que implica dar por concluida cada obra, ¿tiende el proceso artístico al silencio? Es una concepción casi mística…
J.U.— Sí, creo que el silencio es en mucha parte el objetivo. Y también, claro, el silencio es para mi muy importante, para viajar y aprender, entender el viaje.
Yo en mis obras procuro y reclamo la experiencia, un tiempo necesario de aceptación, descubrimiento, sin catecismos fáciles, que vaya desde la visión al hacer, a la contemplación y a la interpretación. Sin duda acepto la posibilidad de una o varias formas de acercamiento y, casi siempre reclamo más de una lectura para cualquier tipo de obra ante la que nos situemos. Pero me producen, en general, una sensación entre malestar y desasosiego, las actitudes de los que ya se “saben” las obras de antemano o de los que van siempre protegidos con el “fichero explicativo” en la mano, para acercarse a las obras sin atreverse a “desnudarse” frente a ellas y esperar.
Es difícil predecir en el proceso, porque haciendo eres ya parte inmersa en él. Pero reclamo su importancia, invito a quien se coloque frente a una pintura a olvidarse de lo que ya sabe y se sumerja, que se zambulla y experimente, se deje llevar. Me atrevo a hablar de esto porque creo que vivimos una época donde la imagen y el mensaje se nos mediatiza e impone, o al menos se procuran y valoran como una imposición y, como contempladores, apenas nos permitimos tiempo para el encuentro y la degustación de experiencias que requieren de un tiempo menos “eficaz”. Nos jode mucho perder el tiempo, porque nuestra vida está determinada y programada para el éxito y la eficacia. Todos los valores que lamentablemente alimentan nuestra actualidad, nuestro “way of life” nos induce hacia ese modelo. Y nos olvidamos de alimentar y procurar los otros tiempos, los de la experiencia sin reloj, móviles o panfletos, tiempos menos pragmáticos pero sin duda disfrutables, necesarios y enriquecedores.
J. A. V.— Así es. Muchas gracias por su atención y un abrazo muy fuerte, querido Juan.
J.U.— Un placer Juan Alberto, gracias a ti y a Trépanos, por vuestra consideración y tiempo y también por supuesto por el de vuestros lectores.
Deja un comentario