
Sin duda, es uno de los filósofos más presentes y leídos de la actualidad. Ensayista, dramaturgo, director de la Fundación Juan March… Con su primer libro, «Imitación y experiencia», recibió el Premio Nacional de Ensayo en 2004. Sobre los temas de éste y de los siguientes que publicó, hablamos hoy: ejemplaridad, dignidad, literatura, filosofía,… ¡Y más!
Juan Alberto Vich— Algunas corrientes de pensamiento extendidas en la actualidad han cuestionado —por anticuadas y rancias— ontologías, categorías y virtudes que fueron motor preciado en la historia de la humanidad y de la civilización. Más allá de los muchos errores y conflictos que hayan podido surgir con éstas, no puede desestimarse su valor. Conceptos como “dignidad” u “honor”, empiezan a quedar ya en desuso. Los sujetos, por ejemplo, niegan perder dignidad pese a acometer según y qué acciones; cuando quizá la supresión de dicho concepto sea, precisamente, el motivo que promueve a un aumento de conductas dañinas de instrumentalización. ¿Cree que puede llegar a ser contraproducente esta lucha contra lo establecido? ¿De qué manera considera imprescindible no perder el lazo con estas nociones que vienen acompañándonos desde la Antigüedad?
Javier Gomá— Hay algo invariable en la condición humana: todos somos seres que viven, envejecen y mueren. Muchas de las categorías creadas por el pensamiento tienen por objeto explicar este hecho fundamental que no cambia en el transcurso del tiempo. Las categorías mejores son las que más se mantienen en el tiempo. En este sentido, merece la pena tener en cuenta sobre todo aquellas que mejor han perdurado en la tradición. Pero, por otro lado, hay categorías que no son apropiadas para una época pero sí lo son para otra. Por ejemplo, desde mi punto de vista, la de la felicidad: tiene sentido en una época antigua, pero no en la nuestra. Y, por último, hay categorías que son válidas para todas las épocas pero que por alguna razón la filosofía ha postergado persistentemente: así las de “ejemplaridad” y “dignidad”. Por esa carencia me decidí a investigarlas por mi cuenta.
J. A. V.— En este proyecto de estructura horizontal, la figura referente y de autoridad se disuelve, es menos evidente. Profesores, padres, estado… Pocos soportan las normas ya. Entiendo que, este cambio de paradigma, tiene consecuencia directa en el modo de entender la ejemplaridad. Antes los referentes venían dados, su encuentro era pasivo; ahora, en cambio, la búsqueda es activa, los jóvenes pasan las horas reconociendo el suyo entre los miles de influencers que cohabitan en la red. Los modelos se encuentran próximos a nosotros, al mismo nivel, y no en estadios superiores. Empero, sin un imperativo moral bien definido, sin un claro deber-ser común, sin héroes ni prototipos, ¿cómo se entiende la ejemplaridad y el progreso moral?
J. G.— Durante los largos siglos de la premodernidad, la sociedad era jerárquica y en su cúspide estaba una minoría selecta que el resto de la sociedad debía imitar. El principio igualitario de la modernidad ha desmontado la estructura jerárquica premoderna, basada en minoría ejemplar y masa dócil, y la ha sustituido por el principio democrático de que todos imitamos a todos, estamos en una red de influencias mutuas. De la minoría selecta a la mayoría selecta. Es cierto que los modelos ya no son tan fácilmente identificables como antes. Pero a cambio no se pide de nadie que sea simplemente “dócil”. No existen las masas sino muchos ciudadanos, cada uno de los cuales está llamado a la ejemplaridad.
J. A. V.— Muchos han contrapuesto, o definido inversamente proporcionales (San Agustín o Schopenhauer, por ejemplo), los deseos a la felicidad. En resumidas cuentas, desear es “querer más”, algo que se descubre insaciable y, por ende, genera frustración (al ser incapaces de alcanzar un estado completo de satisfacción). Además, la cuestión se complica en una sociedad del consumo. Somos seres superfluos, como decía Ortega, pero en exceso… ¿De qué herramientas podemos disponer para reducir el impulso del gasto compulsivo y recuperar la ataraxia que nos permita sentir más con menos?
J. G.— La “ataraxia” es buena en cuanto nos proporciona serenidad y autodominio, ser reyes de nosotros mismos. Como dicen los clásicos, rico no es quien mucho tiene sino el que poco necesita. Eso es cierto, pero por otro lado en esta vida son importante las pasiones, la intensidad emocional, la ebriedad, el éxtasis, es decir, incendios sentimentales que dan intensidad a la vida, nos hacen salir de nosotros mismos y perder el control. Se trata de un arte de vivir que encuentre un equilibrio entre los dos polos.
J. A. V.— En alguna ocasión, Javier, ha expresado su pretendida posteridad por medio de sus obras. Considera la perdurabilidad una medida para determinar aquello que va a merecer el aplauso del público durante mucho tiempo. Sin embargo, y por desgracia, ni el mercado editorial es tan honesto como para superponer la calidad a la venta ni el criterio del público grueso parece ser muy exquisito. ¿Cuántas obras de gran valor habrán quedado en el olvido? ¿Deberían las editoriales centrar más la atención en recuperarlos?
J. G.— Mi tesis, expuesta en mi microensayo “Los genios desconocidos no existen” (en Filosofía mundana), es que el talento es el bien más escaso y apreciado que existe, y que la sociedad, aunque al principio puede oponer resistencias, al final reconoce a las obras de genio. No existen, a mi juicio, obras de gran valor caídas en el olvido. ¿Podemos imaginarnos una novela en el siglo XIX de un valor equivalente a “Guerra y paz” y que actualmente duerma desconocida en alguna biblioteca desconocida? No lo creo. Sostengo que todo creador de vida larga (ochenta años) ve siempre su éxito, aunque la empresa editorial tenga normalmente otros objetivos distintos de la perduración de la obra valiosa.
J. A. V.— Ha definido la filosofía como género literario, como literatura conceptual. No tiene verificación empírica, su estilo es cuidado y refinado, tiene ánimo transformador… Desde la perspectiva continental, en ningún caso hubiera contemplado la filosofía como ciencia… Pero sí como un ámbito de estudio independiente a la literatura; con autores como Camus, Sartre y tantos, a caballo entre ambas. Y, ¿por qué? Bueno, creo que —a excepción de corrientes como la sofística— la filosofía pretende verdad; no así (necesariamente) la literatura. En lo que sí estoy de acuerdo es que algunos géneros literarios, a saber el teatro, son mejores que el ensayo para transmitir según y qué conocimientos. Conocemos, Javier, su labor como ensayista y dramaturgo. ¿Qué claves y beneficios encuentra en cada una de estos modos de hacer?
J. G.— Que en la historia de la filosofía se sucedan los sistemas, uno distinto del otro, demuestra que el concepto de verdad filosófica no es el de verdad matemática intemporal. Además, sostener, como hago, que la filosofía es literatura no quiere decir que la verdad filosófica sea igual a la del resto de géneros literarios. La verdad de ese género de literatura que llamamos filosofía es conceptual, la de los otros géneros no lo es. La filosofía aporta la verdad del concepto, el teatro la verdad del cuerpo, la novela la verdad de la narración.
J. A. V.— Me doy cuenta de que mi tono durante la entrevista no ha sido el más alegre y esperanzado. Confieso haber bebido demasiado tiempo de una literatura y filosofía pesimista. Ha sido —como tiende a decir— la tónica habitual de las letras y del pensamiento durante mucho tiempo. En realidad, mi actitud siempre ha sido la del “pesimista activo”, que —en vez de conformarse en su desesperanza— busca prosperar a partir del malhumor y del escepticismo. En cambio, admiro y veo con buenos ojos el optimismo que deja entrever en su hacer. ¿En qué autores reseñables, sean clásicos o modernos, ha percibido esa misma vitalidad? ¿Por qué cree que fue denostada esta postura frente a la otra?
J. G.— No me considero optimista, aunque mucho menos pesimista. Obedezco a una convicción: quien escribe debe con sus obras ayudar a vivir a quien las lee, darle razones para su existencia y, de ser posible, contribuir a su gozo. La tristeza es tan fácil como respirar. A veces no hay más remedio y, si uno se deja llevar, la naturaleza le empuja a uno a la melancolía. En cambio, la alegría inteligente es rara, sofisticada, milagrosa: una auténtica obra maestra. El literato debe colaborar a que se produzca.
J. A. V.— Este año cumple dos décadas al frente de la Fundación Juan March (la entrevista se publicará en 2023). Su labor para ésta ha sido siempre encomiable, también —claro está— el compromiso social que desarrolla la entidad. De manera general, ¿qué futuro le augura a la cultura respecto a la colaboración y gestión de las entidades privadas? ¿Cree que es un hábito extendido o una práctica a promover?
J. G.— La filantropía responde a muchas motivaciones, muchas veces poco filantrópicas. Ninguna de ellas me parece criticable si respeta la ley. Pero hay veces en que el promotor de una acción o una institución sí persigue de verdad un ánimo altruista. No hace falta juzgar intenciones subjetivas: puede que lo haga por vanidad, por prestigio social o realmente porque tratar de mejorar la sociedad. Pero, sean cuales sean las intenciones subjetivas, si ofrece bienes a la sociedad sin pedir nada a cambio, el ánimo es genuinamente altruista. Eso se cumple en la Fundación Juan March desde 1955. No es un hábito extendido en la sociedad en cuanto al dinero: para empezar, se necesita dinero sobrante y luego visión para ponerlo de manera inteligente al servicio de la comunidad. Pero hay otro bien distinto del dinero, muy valioso igualmente, que es también altruista y que está al alcance de todos: el tiempo. Quien no pueda practicar el altruismo del dinero, siempre puede participar con su tiempo.
J. A. V.— Gracias por su diligencia, Javier. Espero que volvamos a coincidir pronto.
J. G.— Un placer. Ojalá los lectores pasen un buen rato leyendo esta conversación.
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